El equipo se entrenó esta mañana antes de partir hacia tierras alicantinas. Los jugadores emanaban júbilo y ganas de embarcarse en el autobús de Michel, a pesar de que eran conscientes de que nos esperaba un viaje largo como un domingo sin rugby.

Las provisiones no faltaban: agua, bebidas isotónicas y tentempiés variados para hacer frente a la gusa que surgiría durante el viaje. Además, cada uno aportaba para la comida un taperwer (jamás supe cómo se escribe esta palabra) misterioso. Cándido de mi, desconocía la tradición quesera, aunque a nadie le molestó que fuese con las manos vacías.

Por twitter me llegaban amenazas de novatadas. Las que quieran, aunque, de momento, no he sufrido ninguna. Habrá que ver qué es lo que pasa mañana cuando los gladiadores azulones levanten la orejuda por segundo año consecutivo. Se acerca la medianoche y cada vez estoy más convencido de ello.

El viaje empezó con un filme de corte filosófico con la ciencia ficción como engranaje. Contact, con Jodie Foster. Los menos la siguieron, otros se mimetizaron con el asiento para intentar dormir mientras la grupeta del fondo echaba la primera partida de póquer del viaje.

Mientras, un servidor juntaba oportunas letras y disfrutaba de un grupo de amigos que se preparaba para un nuevo hito y bromeaba con los ronquidos de Santi López, el delegado del equipo. Sobre las 14,00 horas, el rugir de los estómagos demandaba una parada que, por diversas cuestiones, se demoró más de una hora.

Entonces, los taperwer se dispersaron a lo largo de una escalinata. La tortilla de Alberto Pastor causó furor, al igual que los filetes de los hermanos Calle. Velocidad de crucero para engullir los manjares preparados por los jugadores (abundó la pasta) mientras se dialogaba sobre el oponente de mañana.

Una media hora de alto en el camino necesaria para calmar a las fieras (con todo el cariño del mundo) antes de volver a auparse al autobús. La segunda partida de póquer de la tarde ya estaba programada y, esta vez sí, me tocaba demostrar que también sé manejarme entre tríos y escaleras.

Un total de nueve con un bote suculento. Un saco para ensayar contactos hacía de tapete y las fichas, no quedaba otra, apiladas en el asiento. Para qué más, pues el divertimento duró casi todo lo que quedaba de viaje. Se pasó volando, puede que porque aguanté las embestidas de los guiris y me subí al podio mientras el resto intentaba dormirse o entretenerse con otras dos películas.

La timba acabó justo cuando desde la ventanilla se asomaba la playa. Una estampa gustosa que nos hacía darnos cuenta de la proximidad de nuestro destino. El segundo filme concluyó y el respetable demandaba música para animarse. Sonaron "Los Delinquentes", y con ellos todos despertaron de su letargo para palmear y cantar hasta que Michel echó el freno de en el hotel Estación de Benidorm.

Con los rascacielos de fondo, la expedición pisó tierra y se distribuyó en las habitaciones antes de bajar a cenar. Justo, el momento más tenso y desagradable de la apacible jornada, pues ya no sólo enojó al personal el hecho de que el ágape, necesario para que los hombres de Miguelón cojan fuerzas para máñana, se retrasase cuarenta y cinco minutos. Más bien, enfureció la atención dispendada, las minúsculas raciones de lasaña y la calidad de las mismas. Para más inri, querían cobrar el agua. De locos.

El cuerpo técnico y los jugadores tuvieron que ingeniárselas para llenar el buche, al mismo tiempo que no ocultaban su enfado por una cena pésima que, obviamente, llegó a oídos de la organización de la final, precisamente, la encargada de facilitar todo ello a uno de los finalistas.

Pero no sólo la cena. El desayuno de mañana por la mañana también fue objeto de ira, pues robará a los jugadores media hora de sueño que tan bien les vendrá para hacer frente a la batalla de Villajoyosa. Sin embargo, creo que todos estas trabas harán más fuertes a los jugadores. Les hará crecerse ante la adversidad y salir con más coraje si cabe para luchar por el objetivo. Lo veo en sus miradas, felices y hambrientas. Habrá que preguntar a Schuster si a sus 128 kilogramos le ha cundido la escuálida lasaña.